miércoles, diciembre 15, 2004

Proyectos abandonados antes de nacer II Kit de bricolaje cerebral

Antaño la ingeniería genética venía asociada a miedos sandios a la llegada de un nuevo Hitler, a la creación de una subraza de humanoides para ser empleados como esclavos o a tener todos los hijos rubios. Yo, sin embargo, bebía los manuales de genética de mis padres y fantaseaba con cientos de aberraciones que hubieran hecho temblar al nuevo Hitler (que hubiera sido un pobre panadero cojo de Huelva, amante de la gastronomía, la rumba catalana y padre de dos niñas tartamudas un poco putas) Mis desvaríos llegaron a rincones laberínticos de tal naturaleza que hoy en día me siento culpable siquiera de intuirlos.

Sin embargo en ciertos aspectos fui un ingenuo. Por ejemplo, jamás me di cuenta de las posibilidades de la ciencia genética aplicada al campo de la modificación del sistema nervioso. Quizás por haber sido educado en una tradición post-conductista que daba mayor importancia al aprendizaje y al medio que a la herencia, quizás por dedicar demasiado tiempo diario a la masturbación.

El no haber sopesado el empleo de la genética para tal fin me asombra porque esa fue mi principal obsesión de índole no sexual durante aquellos primeros años de universidad. Yo anhelaba modificar mi sistema nervioso por encima de todo. Como protesta, como entretenimiento, como forma de expresión, pero sobretodo como una manera de conseguir mi El Dorado particular: el estado de vigilia constante. Odiaba dormir, me parecía una pérdida de tiempo. Ahora me parece vergonzoso y más teniendo en cuenta que soy un muy apasionado onironauta, pero cuando se es joven se es así de inconsciente y soplagaitas.

Para conseguir la vigilia constante supuse que debía recurrir a un uso combinado de métodos químicos (anfetaminas, cocaína, cafeína, nicotina, cualquier puto agonista de las monoaminas me servía) y métodos quirúrgicos (totalmente innecesarios a decir verdad, pero tan atractivos para un neurótico cantamañanas en plena era dorada del grunge...) Los métodos estaban ahí, pero... ¿estaban a mi alcance?

La idea de conseguir que alguien competente me trepanara el cráneo me resultaba absurda incluso entonces. Para conseguir drogas debía moverme en un ambiente lumpen del cual ya había tenido bastante en mi barrio a lo largo de mi niñez. A pesar de todo, durante una corta temporada que no superó el trimestre me junté con una panda de mierdas impresionante que me suministraron drogas. Lo hice realmente más por coqueteo burgués (y por echar algún casquete) que por fatalismo, pero pronto mi sensibilidad de culo blandito con mofletes sonrosados me instó a dejarles morir de SIDA tranquilamente.
Estaba solo, así que me decanté por el siempre-tan-cacareado-pero-que-en-realidad-no-significa-nada-realmente-meritorio-ni-importante DIY. Estaba claro que si alguien tenía que trepanarse y suministrarse mierda ese tenía que ser yo.

Mi padre era y sigue siendo carpintero. Yo siempre disfruté con su banco de herramientas y también he ejercido su profesión, si bien jamás con su misma pericia. Una mañana de agosto, encajando un taco de madera a martillazos (y, todo sea dicho, bajo los efectos del LSD cortado con anfetaminas) logré vislumbrar la solución a mis problemas mientras me aplastaba el pulgar con el martillo: tendría que inventar una especie de banco de carpintero que se ajustara al cráneo, con toda clase de instrumentos quirúrgicos y del bricolaje (bisturí, grapas, escoplo, limas, barrenas, escofinas, serruchos, taladradoras, lijadoras, berbiquíes, caladoras, cepillos) , nanotecnológicos (lo que yo llamaba bombas neurotransmisoras artificiales que serían una suerte de mini-laboratorios sintetizadores de endorfinas que se implantarían en las zonas neurales necesarias) y toda suerte de sustancias chungas (desde cola de contacto hasta catecolaminas). Con todos esos elementos, un sistema de espejos y de palancas crearía el Kit de bricolaje cerebral.

Mediante su empleo prudente pero audaz, tras leerse un pequeño manual de cartografía cerebral (aunque, bien pensado, nadie en su sano juicio se lee esas guías aburridas) y practicar un par de veces con tus vecinitos o tus hermanos pequeños, uno podría alterar su comportamiento, aumentar o disminuir su agresividad, su libido, olvidar (no de manera selectiva, claro, olvidarlo todo a secas), no dormir nunca, ser más imbécil todavía, en fin, que era estupendo como herramienta recreativa y de autodescubrimiento. Su naturaleza lesiva le dotaba además de unas esencias de peligro e irreversibilidad dignas del tatuaje más arrabalero.

Yo disfrutaba imaginándome las cajitas en las que vendría todo embalado. Me imaginaba miles de cajas de vivos colores apiladas en las estanterías de las mega tiendas de juguetes más colosales del mundo. Oleadas de niños acompañados de sus padres, profesores, publicistas, cantantes favoritos, proxenetas y endocrinos se abalanzarían sobre ellas, con el mismo espíritu aventurero que los caballeros templarios al iniciar sus cruzadas. Esta era una nueva era, la era de la cruzada de la automodificación nerviosa con fines lúdicos, me decía a mi mismo, henchido de orgullo en mi ingenuidad y embeleso.

Pobre de mí. La llegada de la ingeniería genética mandaría todas mis maquinaciones dignas del romanticismo decimonónico más naive al garete. ¿Quién necesitaba tanta parafernalia quirúrgica ahora? La solución ya no estaba en nuestras manos, sino en nuestros genes. La puntilla fue la investigación con células madre, jaque mate definitivo a mi idea imprescindible de la deliciosa irreversibilidad del proceso. Me dí cuenta de que mi tiempo había pasado y yo pasé a otras cosas.