jueves, junio 22, 2006

Insomnio

Hoy llevo casi una semana de vacaciones y todavía no logro dormir más de cuatro horas seguidas. Al principio llegué a preocuparme, pero ahora suelo ocupar el tiempo que permanezco despierto leyendo o haciendo ejercicio. A veces termino dándome una buena ducha y vuelvo a meterme en la cama. Al no obsesionarme con la idea de tener que dormir, simplemente trato de descansar y disfrutar del reposo. Sé que tarde o temprano dormiré, por poco que sea. Sin embargo, el sueño no suele ser la meta perseguida. Lo que trato casi siempre de conseguir es un estado de duermevela alucinado, casi extático, fruto únicamente del agotamiento físico y la sobre-estimulación. Cuando llegan esos momentos, que considero realmente valiosos, pongo en práctica técnicas de meditación que me voy inventando sobre la marcha y trato de acallar la voz de mi consciencia con el ritmo de mi corazón o el de la respiración de mi mujer.
Pero la vocecita siempre continúa ahí, por mucho que trate de ignorarla. Al principio es un blah-blah-blah nítido y perfectamente inteligible. Con algo de esfuerzo el discurso se hace más borroso, casi líquido. El líquido se evapora con un poco de paciencia, pero siempre queda una condensación roñosa enquistada en capas cada vez más profundas de mi mente, acechando como un tumor. Puedo conseguir que enmudezca, pero su presencia vigilante no se evapora jamás. Llegado a ese punto comienzo a construirme situaciones en las que el discurrir de mi pensamiento cobra carne, piel, grasa, sangre, hiel, huesos y cartílagos.
Doy entonces comienzo a mis técnicas onironáuticas más violentas. Ahí estamos, yo y la conciencia de mi mismidad, midiéndonos el uno al otro. Estoy lleno de rencor, tiemblo de rabia. Decido actuar y entonces le ahogo con la almohada, y le escupo, y le rompo los dientes a patadas. Le desgarro la yugular a bocados, le arranco las pelotas con las manos. Siento como crujen sus articulaciones rotas, puedo oler su sangre, escuchar el silbido gorgoteante de sus pulmones perforados por las costillas reventadas. Siento que estoy acabando con ella, pero esa sensación siempre termina por significar algo para mí, y esa construcción no deja de ser un proceso generado por mi propio adversario.
Mi enemigo es una puta fábrica de otorgar significados, un etiquetador visceral ineludible, agotador, desesperante. Puedo ver como, de cada una de sus heridas, surgen hilillos finos y compactos de un semen como la seda que se entretejen sobre nuestros cuerpos malheridos. La fábrica de significados está formando con mis testículos una sábana que termina por cubrirnos, engullirnos y licuarnos en uno mismo. Cuando ese líquido entra en ebullición, de sus vapores siempre puede vislumbrarse algo nuevo, un concepto, una situación, una palabra aislada, un recuerdo. Pero siempre es algo con significado. Y mi adversario, que soy yo mismo, me hace saber siempre así de su victoria. Es un duelo de espejos infinito y ridículo que solamente encontrará final definitivo con lo que los periódicos sensacionalistas mexicanos llaman la Huesuda.
Mis técnicas de meditación de madrugada siempre desembocan en la muerte. Parecen evocar de manera algo tramposa y decididamente errónea tantas y tantas noches de la infancia en las que, tendido en la cama, mirando al techo, trataba de sofocar un miedo a la muerte atroz comparándola con un dormir sin soñar. Dormir sin soñar. Dormir sin soñar, morir es dormir sin soñar. Una y otra vez, en un mantra acogedor cuando las palabras dejaban de tener el sentido original para fundirse en un nuevo océano de significados, el de los sueños.
Dormir sin soñar es algo inconcebible en la infancia. Dormir sin soñar es algo imposible pero se siente como más probable llegada la vejez. La escasez de ensoñaciones entonces se tornaría, como la demencia, en una incruenta anticipación de la muerte. Como cuando dejas que un niño toque la comida antes de tragársela para que el tacto viscoso o rugoso de ésta no le resulte repulsivo.
En la niñez es imposible no dormir y es imposible no soñar. En la vejez sueñas y duermes mucho menos. Yo, en el largo trayecto que me separa de uno y otro extremo, sueño que no duermo y estoy que trino.