jueves, septiembre 26, 2013
PELIRROJA (1)
Era una chica huesuda, de pelo pajizo y encrespado, con ojos grandes y ligeramente saltones que te miraban de forma enajenada. Se movía por espasmos, como un pajarillo, y estaba siempre aceleradísima. Pese a nuestra misoginia tercermundista, la acogimos pronto como a uno más gracias a lo increíblemente soez que era su forma de hablar, a su desvergüenza y a sus carcajadas, que eran muy frecuentes, impredecibles y contagiosas. Su tema de conversación favorito eran los sueños que tenía, siempre de tipo sexual, en el que con frecuencia estábamos todos involucrados, incluido su hermano, su padre e incluso su perro. Así se las gastaba la criatura.
Según avanzó el verano, los que pertenecíamos al subgrupo más garrulo comenzamos a quedar menos en la piscina y decidimos que era mucho mejor ir a achicharrarnos por los descampados, para beber litronas y fumar tranquilamente a la sombra que nos proporcionaban los esqueletos de una urbanización que jamás llegó a construirse. A ese infierno sembrado de jeringuillas y cadáveres ahorcados de galgos no solían venir las hermanas de nadie, por lo que el tema principal de conversación de mis amigos se centraba en fanfarronear sobre los polvos que echaban a la pelirrojilla guarra. Yo les escuchaba con algo de envidia y muchísima turbación porque, secretamente, me había enamorado de ella.
sábado, noviembre 17, 2012
viernes, junio 26, 2009
Informe Telepático del Agente M. III
III
Las conversaciones que los miembros del equipo técnico del Complejo de Rehabilitación e Integración mantienen con los usuarios del recurso quedan siempre grabadas en soporte físico sin el consentimiento de éstos. No se trata de un procedimiento deliberado, la grabación es ajena a las intenciones del equipo mismo. No se utiliza tampoco ningún aparato para su registro. Las conversaciones quedan grabadas en la pintura de las paredes del despacho.
A…, o mejor dicho, los empastes que tiene en los premolares inferiores, captan las conversaciones que han quedado grabadas cuando la uña amarillenta y larga de su dedo índice derecho recorre los microsurcos de las paredes. No es algo inmediato. Los empastes solamente emiten las señales recogidas durante las noches de luna llena. Es en esas noches cuando A… comienza a recitarlas en voz alta, siguiendo un ritual bastante complejo que él denomina “pequeños percances con los travestidos”. Describir el ritual con exactitud llevaría horas de transmisión telepática a nuestra administrativa, con los riesgos de derrame cerebral que implicaría. Baste señalar que requiere el uso de cadáveres de pequeños animales, desnudez, tabaquismo y la quema de ropa interior con el posterior colgado de los harapos calcinados en las ramas de los árboles del jardín, situado en el ala este del recurso. A pesar de su complejidad, que podríamos tachar de voluptuosa, el cumplimiento estricto del ritual no es imprescindible para que A… recite. Sí lo es para que, una vez trasmitida la información, no intente violar con la rama de un árbol a la usuaria del cuarto de al lado.
El recitado de datos es resistente a la medicación, siendo la información emitida completamente fiable incluso en esos días en los que A… ha recibido el inyectable. Lo único que puede interferir en la emisión es que A… se desvíe de su dieta estricta a base de moluscos, frutos secos y un litro diario de aguas residuales –que recoge todas las mañanas cerca de la parada de autobús, a más de medio kilómetro del complejo-. Las interferencias afectan a la prosodia y al ritmo en que los datos son trasmitidos.
A… es un usuario de mediana edad, aunque aparenta diez años más, complexión delgada, melena grasienta, brazos surcados de cicatrices y una sonrisa que no abandona ni siquiera cuando está amenazando con “volar la tapa de los sesos” a cualquiera que le incomode. Antes de su enfermedad trabajó para una gran cadena de supermercados como charcutero. Militó en una organización maoísta -más por erótica que por motivos ideológicos- pero pronto abandonó tras experimentar un éxtasis místico durante una persecución policial. Presenta deterioro cognitivo notable, una productividad delirante del todo excepcional y un copioso repertorio de conductas disruptivas. Cuenta con antecedentes penales, la mayor parte por intentos de agresión sexual y por provocar incendios. Fuma cuatro cajetillas de Winston al día. Le gusta escribir haikus en alfabeto cirílico, realizar operaciones matemáticas complejas, introducir cartuchos de escopeta en barras de pan duro y hacer daño a pequeños vertebrados. No le gustan la vanidad, la genitalidad excesiva, la higiene y las canciones con arreglos vocales en falsete.
Estas características le convierten, en suma, en un sujeto muy valioso para nuestra causa. Confío en que el enfisema acabe con su vida lejos del plazo marcado por su médico especialista.
miércoles, abril 29, 2009
Informe Telepático del Agente M. II
II
Me incorporé al equipo de educadores del Complejo de Rehabilitación e Integración Nova Metzuda hará poco más que un año, tras una década tortuosa, salpicada de dudas y decisiones no del todo sabias. Con este movimiento parecía que finalmente encontraba el medio de ganarme la vida más acorde con mis aptitudes, actitudes, fobias y parafilias. No todos mis conocidos se lo tomaron a bien, el trabajo está mal pagado, es muy exigente a todos los niveles y muy pocos son capaces de desempeñarlo durante mucho tiempo sin quedar, de alguna manera, dañados. Sin embargo la mayor parte de mis amigos y familiares se mostraron encantados, alguno de ellos convencido de que mi futuro pasaba necesariamente por el mundo de la rehabilitación psicosocial. Un futuro brillante.
Mis seres queridos –tanto los que me quisieron disuadir como los que me animaron a mi nueva aventura- saben bien lo afortunado que me siento al poder contar con ellos. Lo que no saben es la auténtica naturaleza de mi trabajo. Y espero por su propio bien que nunca lo sepan.
Ahora mismo estoy dictando todo de forma telepática a nuestra simpática administrativa, la señorita V… La información se alojará en su subconsciente y allí quedará, encapsulada, hasta que aparezca G… que recibirá el volcado de datos, esta vez sí, de forma consciente.
G… también es un agente doble. Además de constar como usuario del Complejo, trabaja para la administración y para nosotros. No se cambia jamás de ropa, apenas se ducha. Padece obesidad mórbida, lee a escondidas tebeos de Zipi y Zape y se mueve por tropismos hacia los lugares silenciosos. (Lo de los tropismos debe entenderse de forma literal. Es una aclaración importante, ya que lo que mi círculo de amistades suele interpretar como una debilidad mía por la adjetivación jocosa e hiperbólica, se trata en realidad de un cúmulo de pequeños descuidos que cometo en público, porciones de información que dejo escapar. Quizás lo haga para aliviar la tensión, quizás se trate de otra treta mía para ponerme las cosas más difíciles. Lo que es seguro es que estos deslices disfrazados de extravagancia serán mi invitación al cadalso.) Estos tropismos pueden llegar a producirse en un estado cercano al trance y me consta que ha llegado incluso a levitar. (Imagino que serán sus propios deslices para atenuar los efectos del estrés.)
Los periodos en los que G… no está viviendo en el Complejo reside en un bloque de pisos bastante humilde junto a su padre y su perro. El padre, para evitar su compañía y sus frecuentes arranques violentos, suele permanecer encerrado en el cuarto trastero. El perro, al que G… acaricia de forma compulsiva, tiene el cuerpo minado por las calvas que las caricias le provocan. Es en esas calvas donde quedará cifrado todo lo que estoy dictando a la pobre, simpática, inconsciente señorita V… para uso de futuros agentes que me releven el día –posiblemente cercano- en el que yo muera.
miércoles, marzo 04, 2009
Informe Telepático del Agente M. I
martes, enero 22, 2008
Fenomenología Pluriuniversal Amorfa (Abuelitos Muertos)
Lo mío era como lo de los demás niños, sí, pero llevado más lejos. Lejos de la hostia. Y es que todos los niños que conocía, incluso los que no provenían de familias especialmente religiosas, tenían muy claro que sus abuelitos muertos estaban en el cielo. Tan estupendamente les funcionaba esta excusa peregrina que les servía también para consolarse por sus hermanitos decapitados en un accidente de tráfico a las afueras de Brunete, por sus madres muertas de cáncer de mama, por todos aquellos padres que se cayeron del andamio. Todos estaban en el cielo, ahí juntitos, con las mismas caras bobaliconas con las que posaron en su día para las fotografías con flu que adornaban sus dormitorios.
Yo no contaba con esas herramientas, crecí en una familia ferozmente materialista que no dudaba en tratarme como si fuera un genio. Un portento capaz de encajar las cosas como un adulto. Y lo hacía, ¡vaya si lo hacía! Encajaba todo bastante mejor que muchos adultos aunque, inevitablemente, lo hacía de una forma anómala.
En un empacho de angustia existencial naive, revistas de divulgación científica mal entendidas, películas chungas y tebeos de Don Mickey concebí un extraño subterfugio para soportar la idea de desaparecer para siempre. Se trataba de la existencia de infinitos universos alternativos. La trampa de la inmortalidad consistiría en que si me tocaba morir en uno de ellos por cualquier circunstancia siempre habría otro universo en el que esa circunstancia no se daría y seguiría vivo. Quiero decir, algo como que si en un universo concreto moría atropellado por un coche, en otro universo el coche frenaría a tiempo y, en lugar de perecer aplastado por las ruedas de un SEAT 127, me ganaría las bofetadas de un asustado conductor.
Los meses siguientes al fallecimiento de mis abuelos no paré de darle vueltas a esta memez. Llegué a sopesar la posibilidad de que, al igual que existían universos “salvadores”, existían también otros en los que los más casuales incidentes se convertían en mortales cataclismos. Cada instante de mi vida era a su vez él último instante en algún universo remoto. Y aquí llegaba un problema: si estaba vivo porque siempre había un universo en el que, en efecto, lo estaba, ¿por qué no podía ser al revés?, ¿Por qué no estaba permanente muriendo? Algo fallaba. Había algo monstruoso en todo esto, una sospecha permanente: en una especie de “universo original” ya estábamos muertos desde el nacimiento. Lo de estar vivo se limitaba a un saltar de un universo a otro en el que los demás sí que iban muriendo excepto nosotros. Uno mismo nunca se vería morir, seríamos inmortales. Pero, ¿cómo se producía éste salto? Quiero decir, si uno tiene un hermano gemelo que le sobrevive, uno sigue muerto. ¿Por qué se producía esa sensación de mismidad de un universo a otro? Ah, aquí entraba de lleno el auténtico problema de la conciencia. La única respuesta que se me ocurría era una especie de metempsicosis entre universos. Pero claro, yo era un materialista. Un materialista de siete años, pero no creía en las almas. De nuevo el come-come, las hormiguitas devorando un escarabajo pataleando, mi último suspiro quejumbroso en un hospital, los trozos de carne en las casquerías del mercado, mis abuelos muertos.
Decidí entonces que quizás no estaba preparado a mi edad para el materialismo. Que si todos los niños gilipollas de la guardería tenían religiones, yo tendría la mía propia. De esa manera me aferré a esa fenomenología pluriuniversal amorfa, con fervor, con fanatismo, por encima de mis convicciones más elementales. Me así como un marsupial recién parido lo hace a las tetillas de su madre, como la soga al cuello. Pero fue del todo inútil. Muy pronto me di cuenta de que, si bien era posible que existieran otros universos, no era necesario que fueran infinitos. Todavía más: incluso contando con un número infinito de universos, ello no implicaba infinitas posibilidades. Maldita sea, seguramente éste era el único universo en el que existieran seres capaces de llamar “universo” al universo. Quizás mi universo fuera el Universo. Estaba sólo, condenado.
Recuerdo ese momento casi mejor que el momento de la muerte de mis abuelos. Fue algo parecido a unos retortijones seguidos de sudor frío para, finalmente, llegar a un profundo alivio: quizá morir no era para tanto si lo comparábamos a tener que vivir con semejante zorza mental.