lunes, enero 23, 2006

Mis clones y yo

Últimamente he tenido a mis clones un poco abandonados. A pesar de ser ocho mamelucos de mucho cuidado parece que necesitan compañía y atención constante como si fueran niños pequeños. Cuando se les deja solos siempre terminan armándola.
El viernes pasado, por ejemplo, el alcalde y su equipo (unos señores del Partido Popular que por lo que estiran el cuello, cierran las narices y arrugan los morros parecen muy dignos y de muy alta cuna) celebraron el fin de las faraónicas reformas de mi barrio invitando a todos los vecinos a sangría. Afortunadamente (o eso creía) yo no podía asistir porque tenía que trabajar, sin embargo, al regresar a casa no pude evitar toparme con una turbamulta de vecinos, policías y concejales de toda calaña. Yo tengo bastante fobia a las multitudes pero trato de enfrentarme a ellas como si estuviera ciego de speed en medio de un concierto de Napalm Death, por lo que me abrí paso con rudeza, si bien conservando la templanza y la dignidad.
Cuál no sería mi sorpresa cuando, a menos de tres metros del portal, consigo ver a mis ocho pseudoclones completamente borrachos, semi desnudos (uno de ellos lo estaba del todo), cantando himnos carlistas y de falange, meando en los telefonillos y confraternizando con el alcalde, su señora y mis vecinos de arriba. Mi clon desnudo discutía con la secretaria de asuntos sociales cuál era la mejor manera de aclarar un poco la piel del escroto, bastante oscurecida ya. Otro clon (que tenía un ojo morado) estaba pellizcando el culo a los niños más creciditos mientras animaba a la vecindad en pleno a hacer un concurso de eructos.
Podéis haceros cargo del bochornazo que sentí. Prometí acabar con los ocho de la manera más terrible en cuanto subieran a casa. Sin embargo, una vez los tuve a todos delante y pude escuchar sus llantos, sus súplicas y sus sinceras disculpas; una vez les miré con los ojos del corazón pude sentir su soledad, su dependencia, su desasosiego; una vez comprendí sus carencias no pude hacer nada, salvo tratar de solucionarlas.
Y he aquí que, tras convencerla una vez llegó a casa y haberse enterado del desaguisado, logré clonar a la mujer de mi vida, mi Alicia, para que todos y cada uno de ellos pudieran disfrutar de su compañía sin que yo me celara demasiado. Mi dulce Alicia, cada día más bella, siempre dispuesta a sacrificarse por mí.
Estoy seguro de que mis clones serán ahora más felices, responsables y serenos. ¡Lástima que el proceso de clonación se viera levemente turbado por una serie de minucias técnicas y los cuerpos de cada pareja se hayan fusionado en ocho criaturas bicéfalas y hermafroditas cuyos órganos sexuales no terminan de acoplarse de la manera más óptima! (Eso sí, se ha producido un ligero aclarado de la región escrotal que sin duda hará las delicias de la señora secretaria de asuntos sociales y su marido, ese señor tan hortera que sólo sabe hablar de podencos, de putas y de la ruptura de la unidad de nuestra nación.)