martes, enero 22, 2008

Fenomenología Pluriuniversal Amorfa (Abuelitos Muertos)

A los siete años perdí a mis abuelos. Les quería mucho. Ya desde mucho antes, como cualquier otro niño, sentía un pánico feroz, histérico a la muerte. La de mis abuelos me llevó a un punto más allá. ¿Cómo definiría ahora ese punto? Yo diría que se trataba de una especie de antiorgasmo seco, hueco que, antes de dormir, me acalambraba las sienes. Era algo que hacía que, al mirarme las manos durante cierto tiempo, éstas se convirtieran en brochetas de carne sonrosada espetadas en un pincho de marfil. Era un vértigo asfixiante, un antes de nacer insondable que me esperaba de forma fatal. En esa época recuerdo que siempre me dormía con dos imágenes superpuestas: una era la imagen de mí mismo, ya anciano, en mi lecho de muerte, tratando de no cerrar los ojos por última vez. La otra era la de una avispa que pisé hacía meses, revolviéndose en el suelo, con el aguijón sacudido por espasmos, apuntando hacia arriba. Mis sueños no eran mejores.

Lo mío era como lo de los demás niños, sí, pero llevado más lejos. Lejos de la hostia. Y es que todos los niños que conocía, incluso los que no provenían de familias especialmente religiosas, tenían muy claro que sus abuelitos muertos estaban en el cielo. Tan estupendamente les funcionaba esta excusa peregrina que les servía también para consolarse por sus hermanitos decapitados en un accidente de tráfico a las afueras de Brunete, por sus madres muertas de cáncer de mama, por todos aquellos padres que se cayeron del andamio. Todos estaban en el cielo, ahí juntitos, con las mismas caras bobaliconas con las que posaron en su día para las fotografías con flu que adornaban sus dormitorios.

Yo no contaba con esas herramientas, crecí en una familia ferozmente materialista que no dudaba en tratarme como si fuera un genio. Un portento capaz de encajar las cosas como un adulto. Y lo hacía, ¡vaya si lo hacía! Encajaba todo bastante mejor que muchos adultos aunque, inevitablemente, lo hacía de una forma anómala.

En un empacho de angustia existencial naive, revistas de divulgación científica mal entendidas, películas chungas y tebeos de Don Mickey concebí un extraño subterfugio para soportar la idea de desaparecer para siempre. Se trataba de la existencia de infinitos universos alternativos. La trampa de la inmortalidad consistiría en que si me tocaba morir en uno de ellos por cualquier circunstancia siempre habría otro universo en el que esa circunstancia no se daría y seguiría vivo. Quiero decir, algo como que si en un universo concreto moría atropellado por un coche, en otro universo el coche frenaría a tiempo y, en lugar de perecer aplastado por las ruedas de un SEAT 127, me ganaría las bofetadas de un asustado conductor.

Los meses siguientes al fallecimiento de mis abuelos no paré de darle vueltas a esta memez. Llegué a sopesar la posibilidad de que, al igual que existían universos “salvadores”, existían también otros en los que los más casuales incidentes se convertían en mortales cataclismos. Cada instante de mi vida era a su vez él último instante en algún universo remoto. Y aquí llegaba un problema: si estaba vivo porque siempre había un universo en el que, en efecto, lo estaba, ¿por qué no podía ser al revés?, ¿Por qué no estaba permanente muriendo? Algo fallaba. Había algo monstruoso en todo esto, una sospecha permanente: en una especie de “universo original” ya estábamos muertos desde el nacimiento. Lo de estar vivo se limitaba a un saltar de un universo a otro en el que los demás sí que iban muriendo excepto nosotros. Uno mismo nunca se vería morir, seríamos inmortales. Pero, ¿cómo se producía éste salto? Quiero decir, si uno tiene un hermano gemelo que le sobrevive, uno sigue muerto. ¿Por qué se producía esa sensación de mismidad de un universo a otro? Ah, aquí entraba de lleno el auténtico problema de la conciencia. La única respuesta que se me ocurría era una especie de metempsicosis entre universos. Pero claro, yo era un materialista. Un materialista de siete años, pero no creía en las almas. De nuevo el come-come, las hormiguitas devorando un escarabajo pataleando, mi último suspiro quejumbroso en un hospital, los trozos de carne en las casquerías del mercado, mis abuelos muertos.

Decidí entonces que quizás no estaba preparado a mi edad para el materialismo. Que si todos los niños gilipollas de la guardería tenían religiones, yo tendría la mía propia. De esa manera me aferré a esa fenomenología pluriuniversal amorfa, con fervor, con fanatismo, por encima de mis convicciones más elementales. Me así como un marsupial recién parido lo hace a las tetillas de su madre, como la soga al cuello. Pero fue del todo inútil. Muy pronto me di cuenta de que, si bien era posible que existieran otros universos, no era necesario que fueran infinitos. Todavía más: incluso contando con un número infinito de universos, ello no implicaba infinitas posibilidades. Maldita sea, seguramente éste era el único universo en el que existieran seres capaces de llamar “universo” al universo. Quizás mi universo fuera el Universo. Estaba sólo, condenado.

Recuerdo ese momento casi mejor que el momento de la muerte de mis abuelos. Fue algo parecido a unos retortijones seguidos de sudor frío para, finalmente, llegar a un profundo alivio: quizá morir no era para tanto si lo comparábamos a tener que vivir con semejante zorza mental.