miércoles, abril 04, 2007

Credo quia absurdum est

Esta mañana, cuando salí a trabajar, al ver que el ascensor parecía bloqueado, decidí bajar por las escaleras. En el descansillo se escuchaba un murmullo bastante distinto al cotorreo usual de las vecinas que a esas horas vuelven del mercado. Intrigado, según fui bajando el murmullo se tornó en bullicio adolescente. Lo que vi al llegar al cuarto piso me desconcertó. El edificio donde vivo tiene algunos años más que yo y está bastante deteriorado. Pero es que ése piso parecía estar reducido a escombros, lleno de basura de todo tipo, restos de alimentos y toneladas de papeles, folletos y pasquines de colores reducidos a gurruños y esparcidos por el suelo. Aquello parecía las ruinas del aula de un instituto tomada por la fuerza por algún comando paramilitar sudanés.
Entre el desorden se agitaba un tumulto de imberbes cuyo aspecto sólo puedo describir ahora como “indeterminado”. No pertenecían a ninguna de las bandas habituales del barrio, ni a ninguna nueva tribu urbana. De hecho, cada uno vestía de forma completamente distinta a los demás como si compitieran en lo estrafalario de los atuendos. Chaqué, levitas, jerséis a rombos, quevedos, bombines, cascos de bombero, calzoncillos a modo de chaleco (¡!), botas militares…
No había manera de continuar bajando, el pasillo estaba atorado por aquella turbamulta. Algunos discutían acaloradamente entre sí, otros –la mayoría- se dedicaban a pintar en las paredes, una chica pecosa bastante bonita estaba declamando algo en latín y creo que, frente a la puerta del cuarto B, un chaval de menos de doce años se estaba flagelando. El caso es que, a pesar de la curiosidad, tenía mucha prisa por llegar al trabajo, así que decidí abrirme paso con educación y saludé con un “buenos días” emitido con el mayor vigor que el buen tacto me permitió.
La primera respuesta pareció unánime: un “buenos…” atronador, castrense, que pasó a convertirse de inmediato en una mezcolanza inaudible de “…días”, “…noches”, “…tardes”, “…pollas”, “…te mataré”, “…señorita”. El griterío se saldó con una especie de recital de graznidos y eructos que me dejaron bastante turbado. Palidecí y sentí que mi equilibrio me fallaba. Uno de los muchachos, al verme en tal estado, me invitó amablemente a sentarme en los peldaños de la escalera mientras otro me sacaba la lengua y me dedicaba gestos obscenos. Al percatarme de que ya no iba a llegar a tiempo al autobús decidí sentarme. Pronto, desde el portal, se escucharon un par de alaridos. Entonces, el grupo pareció de nuevo responder al unísono, en posición de firmes, dispuestos a salir corriendo escaleras abajo. Sin embargo, lejos de iniciar la estampida, se miraron los unos a los otros con visible desconcierto y entonces se hizo el caos: unos comenzaron a dar saltos a la pata coja, otros se tiraron al suelo, cuatro decidieron ponerse a escupir al techo y varios se tiraron en plancha escaleras abajo. La evacuación se hizo así bastante más lenta y atropellada de lo que uno pudiera haber imaginado.
Hasta que el último no abandonó el piso yo permanecí sentado, tiritando y empapado en sudor. Tras un par de minutos, logré vencer la estupefacción y me puse en pie, decidido a bajar hasta el portal. Apenas me alcé no pude evitar fijarme en los garabatos y dibujos que cubrían las paredes. Entre otras lindezas, en el centro, escrito con mierda, se podía leer “La solución es parte del problema”. Por todos lados signos comunistas, religiosos, esvásticas y, sobre todo, varios stencils y pegatinas con algo que parece un icono religioso que desconozco y, repetido hasta la extenuación, “Credo quia absurdum est”.
¿Pero qué cojones sucede en mi vecindario?