Ayer recordé que, antes de nacer, yo vivía en una pequeña aldea, dividida en dos por una carretera secundaria en muy mal estado. Antaño fue un lugar mucho más grande y bastante próspero por sus excelentes viñedos pero, con la construcción del embalse, el rio se tragó la mayor parte del pueblo.
Ahora debíamos de ser menos de ochenta habitantes y todos vivíamos en casas de piedra con tejados de pizarra más o menos cuidados. Yo era el tonto del pueblo, pero mis vecinos parecían estimarme por mi sentido del humor y mi capacidad para el trabajo por lo que jamás se metían conmigo.
Éramos todos ancianos, la gente joven se había ido a las ciudades hacía tiempo y nuestra vida era rígida, inflexible y con muy poco lugar para ociosidades. Si no nos sentíamos nunca invadidos por la monotonía se debía, únicamente, a la extrema dureza de nuestro día a día.
Una mañana nos despertamos y descubrimos que todos estábamos cojos. Uno había perdido un pie porque el cerdo (que escapó por la noche de su pocilga) se lo comió mientras dormía. Otro sentía terribles dolores reumáticos en la pierna. A alguno se le habían gangrenado los dedos del pie, a otro se le habían congelado. A mí se me calcinó el pie izquierdo al dormirme, algo borracho, frente a la lumbre. Una se lo cortó con el hacha al partir la leña y a su hermana se lo pisó la yegua vieja. Más de uno simplemente sentía calambres intensos al apoyar el pie.
Al principio, a pesar de la tragedia, todos bromeábamos por lo insólito de la situación. Nuestras vidas estaban hechas de calamidades parecidas, así que pudo más la sensación de extrañeza que la de pérdida. Todo eran chanzas y risas. Todo un alarde de humor negro que los paisanos de la aldea vecina no se cansaban de alabar. El alcalde (ellos lo tenían, no así nosotros) llegó incluso a hablar de una especie de "inmunidad frente a la autocompasión". Parecía que la cojera comunal nos había proporcionado una nueva perspectiva.
Pero pasaron los días, las semanas y, poco a poco, comenzamos a sentirnos un poco irritables. Todos nosotros sabíamos de que pie cojeábamos los demás. Eso era algo predecible hasta el asco. Cuando veías a tu vecino cojear de la misma manera, día tras día, una y otra vez, pasara lo que pasara no podías evitar sentir ira.
Naturalmente a los demás les provocabas los mismos sentimientos cuando te veían cojear.
Pronto comenzaron los insultos, las amenazas y las trifulcas. Por supuesto, siempre poníamos alguna excusa más o menos plausible que nada tenía que ver con la cojera, pero todos sabíamos perfectamente la causa real. Una tarde llegaron a linchar al panadero por tener un loro que blasfemaba en lenguas muertas. Tiraron su cuerpo al rio y se lo comieron las lampreas. Tras ese episodio de brutalidad decidimos reunirnos todos los vecinos para tratar de dar con una salida a la crisis.
Como a menudo sucede entre las personas sencillas, de manera natural y casi geográfica se formaron dos bandos con propuestas bien distintas. Los del lado izquierdo de la carretera defendían esforzarse por cojear también con el pie sano, para variar. Los otros se decidieron por emprenderla a pisotones con los pies sanos de los demás. La situación lejos de mejorar, empeoró.
Yo opté por morderme la lengua y así, además de cojo me hice mudo. En mi pueblo me dejaron tranquilo, por tonto. Cuando todos se mataron los unos a los otros, algunos paisanos de la aldea vecina pensaron que adopté mi postura por respeto a los demás. Como siempre se equivocaron. Lo hice porque no compartía ninguna de sus propuestas. Lo hice porque me daba mucha pereza articular de una manera comprensible la solución que yo sentía como correcta. Lo hice, quizás, por miedo al rechazo. Lo hice, en definitiva, porque me daban igual.
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