domingo, diciembre 10, 2006

Augusto Pinochet

A la hora de la siesta, tumbado en el sofá con los ojos cerrados, pude escuchar con claridad un crujir de crustáceo pisoteado, un desgarro blando de carne muerta, el batir de un huevo con el feto minúsculo de un pollo azulado, el aullido de una hiena perdida entre las rosaledas de mi urbanización, dos disparos en el costado de un vecino narcotraficante, dos piezas para piano de Satie tocadas al unísono por dos cornetas mudas, el clin-clang de unas llaves al caer, un ras-ras en el piso de abajo, un chup-chup en el piso de al lado, el tran-trán de un correveidile al que han dado una buena patada en los cojones en el piso de arriba. Aplausos.
Una urraca se estrelló contra uno de los cristales de mi balcón. Su aleteo estupefacto y dolorido consiguió despertarme justo a tiempo para celebrar su muerte. Mejor él que yo.

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